miércoles, 14 de octubre de 2020

Llovizna…

 

María Jaramillo Alanís


La tarde ardía. Las nubes sobre la montaña se pintaron rojizas, negras, grisáceas…  pardeaba. Había un silencio de esos que te hacen pensar que en alguna parte de nuestro pequeño mundo alguien corre  peligro. Y para acabarla de amolar,  la vecina  saluda  desde la acera de enfrente con  ganas de contar lo que ha oído a lo lejos.

-Vecina no vaya a salir, dicen que allá en el norte hay  gente que anda tirando bala a lo loco.

Respondí más por educación que con ganas de  iniciar la charla

-Irma no crea todo lo que dice la gente. Buenas tardes.

Seguí viendo mis geranios, la flor del desierto, una hermosa Lilis que sobresalía de la maceta y eso significaba ya un éxito. A mí  no me  gana una planta comprada en una puta tienda. Me reí sola.

De cuando en cuando la calle se llena del ruido de los coches que arreglan en  el taller mecánico de Porfirio. Y  todas las tardes, cuando cae la noche, se apresura a  probar. Como una maldición, día con día.

O cómo el otro vecino que vino de Gallos Grandes y cada viernes enciende su rockola y agarra el micrófono y canta corridos de narcos, de amor y contra las mujeres. Berreando con  todo y su machismo.

Aunque la maestra jubilada gana por mucho el mote de “policía” pues  vela el sueño de todos y se entera tras las cortinas  de vida y obra de sus vecinos, cuidando a un marido cojo y una hijita santa, según ella, pero muy  puta, para el vecindario.

La secretaria del coche rojo hace creer a todos que sigue casada con su  Roberto, incluso si hay que hacer arreglos a la casa, hay que llamarle al señor, aunque por las tardes arribe el coche de su jefe. El chófer se aparca justo frente a mi casa, aquel hombre se apea, se desajusta la corbata, Mirta ya lo espera tras el portón, decidida, amorosa.

Aleja además de ser una buena mujer sigue siendo mejor enfermera. Cuida desde bebé a un  tlacuache qué quien sabe cómo llegó y sobrevive a la depredación. Su casa está llena de árboles frutales, un sidral, naranjero, guayabas, anonas, granadas, un manjar en un pequeño espacio, quizá esa sea la razón por la que el tlacuache ha  permanecido en nuestros techos.

-Se lo encargo vecina, lo cuido porque adoptó mi casa, aquí duerme entre las plantas y sube a comer lo que le apetece.

-No se preocupe Aleja, baja a mi patio y asusta a los perros pero no son capaces de hacerle daño. ─Respondo─

A pesar de todo, la calle es apacible, los vecinos son de esas personas que abundan hoy en día; no saludan, no se meten con nadie, eso sí,  sacan a pasear a la Virgen de Guadalupe por la calle, y cada domingo invariablemente comulgan,  viviendo en la apariencia de ser un “buen cristiano” pero con una carga infinita de egoísmo.

La noche envolvió a la pequeña ciudad, la calle, luego suaves gotas de lluvia que caen sobre la banqueta, mojándolo todo…olfateé ese peculiar olor de la tierra, me revolví en la cama, me di la vuelta y abracé mi almohada para seguir escuchando el silencio y a lo lejos el ulular macabro de una sirena.

Sí, en este jodido pueblo donde nunca pasa nada, pero a las 8 de la noche se apaga, se resguarda, por si acaso.

 

barbarabotero@gmail.com

 

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