lunes, 20 de enero de 2014

El Aguaje…


Por: María Jaramillo Alanís

Mientras acomodaba la cabeza para dormir, Norma echaba hacía atrás su asiento, antes le recordé que debía guardar su anillo de graduación de la Benemérita, el reloj Buloba regalo de sus quince años y su medalla, pues nos habían advertido que el camino estaba lleno de salteadores; se despojó de su cruz a regañadientes y se recostó a dormir.

El camino nos sería largo, un tanto porque no lo conocíamos y porque además tendríamos que trasbordar muy de madrugada hacía un punto absolutamente desconocido y del que solo sabíamos quedaba a medio camino rumbo al puerto de Lázaro Cárdenas.

Las luces de Morelia lentamente quedaban atrás y cada vez más se sentía el estómago apretado, lejos de casa, del terruño. A Norma y cuatro de sus compañeros egresados de la Normal, les había “tocado”- por suerte- irse a Michoacán. Luego de permanecer cerca de un mes en la capital, los líderes del Sindicato y la Secretaría de Educación les avisó que debían presentarse en la zona escolar de El Aguaje, poblado que quedaba rumbo a Lázaro Cárdenas, antes tendríamos que pasar por Uruapan, Nueva Italia y la histórica Apatzingán.

El camión daba tumbos por aquella carretera de ida y vuelta, aún con luz del de día paramos en la pequeña central de Uruapan, nuestros ojos lo veían todo como cuando se miran las cosas por primera vez, lo mismo se compraba un agua fresca que una nieve, salimos de ahí entre risotadas.

Por primera vez sentí miedo a lo desconocido, a la oscuridad. Llevaba bajo mi responsabilidad a cinco muchachos y con ellos sus sueños e ilusiones.

Pardeaba por ahí de las 7 de la tarde, allá tras la montaña el sol huía, acá, arriba en el camión en los primeros asientos se colaba el miedo y el  sueño. Sin decir agua va, el chófer detuvo el camión a las afueras de Nueva Italia, no había paradero oficial, una enorme piedra a la vera del camino y ahí subieron cuatro jóvenes, de entre 20 y 25 años, no más.

Se colocaron en los últimos asientos y seguimos el camino. No había  pasado ni media hora, dormitábamos cuando escuchamos como si alguien en el fondo del autobús dijese algo de prisa, de manera atropellada, le susurré al oído a Norma:

-No te preocupes mija, seguro están predicando la palabra de Dios.

No había terminado de comentarle a Norma cuando sentí entre mis costillas el cañón de una pistola y uno de aquellos jóvenes que subieron en Nueva Italia, exigía sin mirarme a los ojos, de soslayo, aun así se le notaba la determinación:

-¡Dame el dinero!

Yo cargaba una bolsa de gamuza simulando una  cuera tamaulipeca, se la di y le dije;

-Sólo traigo cigarros y un encendedor, no llevamos dinero.

Luego dirigiéndose a Norma-por encima de mí- le arrancó del cuello la medalla, el reloj buloba y el anillo de graduación.

Habíamos subido una bolsa de plástico de ésas en las que uno hace el mercado, pues ahí habíamos puesto el “lonche” y las sodas para el camino, la bolsa con el dinero, papel americano y una gran almohada de plumas.

Delante de nosotros le gritaban al chófer, poniéndole un cuchillo en el cuello, que no detuviera su marcha y que encendiera la luz interior, atrás se podía escuchar como despojaban de ropa, joyas, dinero a cada uno de los pasajeros. Todo eran gritos que por un momento pensé que matarían a cualquiera.

La mujer que venía sentada justo atrás de nosotras, cargaba dos niños, uno cuadripléjico y otro más grandecito que le ayudaba con su hermano, desaforada les gritaba sin miedo alguno:

-¡Hijos de la chingada, ustedes son los mismos que nos asaltaron saliendo de Apatzingán! ¡Chinguen a su madre! ¡No tienen  respeto por nadie cabrones!

Cerré los ojos, abracé a mi sobrina y oramos. Le  pedimos a Dios misericordia y que perdonará nuestras faltas.

Después en medio de la nada, aquellos salteadores se apearon del camión y seguimos la marcha, nadie durmió. Llegamos a Apatzingán y el chofer nos pidió que le acompañáramos a interponer la denuncia ante la Policía, cuando fuimos pasaba ya de la medianoche, a la salida con maletas en ristre nos dispusimos a buscar hotel,  y ni tarda ni perezosa aquella mujer que les gritó su precio a los maleantes nos ofreció su casa, pues nos dijo que un hotel en esa ciudad sería bastante peligroso.

Doña Ana tenía una casa grande por lo que pudimos ver, estaba al norte de la presidencia municipal, me dio la impresión de que rodeamos el cerro, ahí nos tendió colchonetas en la sala y nos dijo;

-Mi marido llega como a eso de las cinco de la mañana, viene de trabajar, si lo ven no les de miedo, tiene barba y carga un arma larga, aquí todo es así.

No dormí. Y justo a las cinco de la mañana entró un hombre barbado, chamarra negra y un arma cruzada al pecho. Media hora más y ya todos estábamos en pie, Ana reía;

-Después del susto de la carretera y el temblor de la madrugada, no querrán saber de este pinche pueblo.

-Respondí…

-¿Tembló?  

Ana y su madre nos dieron de almorzar y nos encaminaron al taxi. Nunca más supimos de su familia.

De Apatzingán al Aguaje.

Con miedo aún, tomamos un autobús que se parecía a los destartalados camiones azules de Victoria, lo único novedoso era la radio, a la que todos los pasajeros  ponían atención, cosa que se me hizo poco común y entonces me puse a escuchar los mensajes:

-Se le avisa a la familia Plancarte que la familia de los Verdes va camino a Coalcomán.

El locutor enjundioso le ponía de su cosecha, supongo, para hacer más vendible su mensaje:

-Y si usted se topa con la Familia de los Verdes, avísenos, para darles el informe a tiempo.

Aquello transcurría a plena luz del día y además de una normalidad que espantaba. En mi poco conocimiento de la situación que se vivía en Tierra Caliente el mundo del narcotráfico no estaba en nuestra cotidianidad… aun, claro, pasó el tiempo y lo de entonces ya lo vivimos en Victoria, pero no en la magnitud de aquellos pueblos.

Una mujer se desgañitaba, acusaba de asesinos a personajes para nosotros, desconocidos, pero el  resto de los pasajeros guardaban silencio, volteaba a verse unos a otros,  mirando con recelo a la que se atrevía a decir aquellas cosas.

-      Tú sabes cómo lo mató, -chillaba, dirigiéndose al chófer- ¡Que todos lo sepan, es un desgraciado que envició a mi niño y luego lo mató!

Al final el chofer no aguantó la presión y bajo a la inocente, excusándose:
-¡Me distrae de a madres!
Así, de pronto, aquel camino de tierra se acabó justo frente a un quiosco que estaba o está en medio de la carretera. Ahí era el Aguaje, Michoacán, un pueblo en la nada, con casas de adobe, mujeres rubias de ojos azules, emperifolladas a media mañana, el camión rodeo el quiosco y nos dejó.

Pronto buscamos la inspección escolar que no estaba a más de cien metros de la parada del camión, la persona encargada estaba comiendo justo al lado en el único restaurante del poblado, aun así nos atendió:

-Maestra vayan a descansar, aquí atrás hay un hostal, dejen sus cosas y se presentan mañana para hablar y esperar las órdenes para que sean enviados a las comunidades que se necesite profesor.

Doblamos la esquina y sí, a espaldas del restaurante estaba el hostal cuyos propietarios eran una pareja de ancianos, ambos de piel muy blanca, amables en su trato, nos esperaban pues habían dispuesto habitaciones para cada uno de los muchachos. Parecía que sobraba tierra, pues circundaba el hotel una barda de tierra, las paredes y techos de los pequeños cuartos eran de tierra, al centro la pequeña casa de los propietarios y el hermoso brocal de una noria, todo de tierra color tierra.

Apenas nos sentamos en nuestros mullidos catres para desempacar y estirar las piernas, llegó el vecino de enfrente de nuestra habitación:

-¿Es verdad que son de Tamaulipas?-preguntó atropellándose-

-Sí, de distintos puntos de Tamauilipas.

-¡Yo soy de Aldama! Hace tiempo también me tocó venirme a dar clases a Michoacán y acá me casé. ¿Son sus hijas?

      -Norma es mi sobrina, el resto de los muchachos son sus  compañeros de  generación.
-¡Lléveselas, por favor! Han mandado otras maestras y  sí a los narcos les gustan se las llevan. Aquí no verá hombres a ninguna hora del día, todos están en los cultivos, sólo los niños y ancianos se quedan.

-¿Los cultivos es eso rojo brillante tan bonito que se ve desde la carretera?

-Sí, amapola, marihuana. Por el puerto de  Lázaro Cárdenas sacan su mugrero.

-¿Y el gobierno qué hace para detenerlos?

-¡Nada! Acaba de salir Cuauhtémoc Cárdenas y creímos que esto se acabaría y mírennos.

Luego nos recomendó salir a comer pero eso sí rapidito y encerrarse en el hostal.

-Vayan a comer pero regresen enseguida, después de las 7 de la tarde empiezan a disparar sus ametralladoras desde distintos barrios.

Y así fue. Se escuchaban disparos por todo el poblado, no peleaban sólo se demostraban el calibre de sus armas.

El Aguaje Michoacán no contaba con farmacia, doctor, iglesia, ni genízaros, eso sí, había casa de cambio porque ahí llegaban hartos dólares de los pasaporteados o vaya a usted a saber, paleterías, joyerías al por mayor, florerías y hasta velatorios.

Ahí pasamos más de diez días, hasta que se le hincharon las pelotas al inspector escolar, y ahora creo que la tardanza fue porque tenía que pedirles permiso a los narcos para saber a qué lugares enviar a los profesores.

A Norma le toco un pequeño villorrio de apenas 20 viviendas “Arroyo Seco”, dónde también había solo mujeres, ancianos y si acaso no más de diez niños, eso sí la escuela contaba con mesabancos de plástico individuales, un pizarrón enorme y un estuche de geometría que un niño no podría cargar; al lado, la casa del profesor con su parcela y tele satelital, todo al pie de la Sierra Madre Occidental subiendo hacia los Altos de Jalisco, según explicaron los lugareños.

Era fines de 1988, el narcotráfico controlaba Tierra Caliente y todo Michoacán. A los profesores de Tamaulipas de manera irresponsable se les enviaba a sabiendas que les darían los sitios más alejados de las ciudades, allá en los confines de la sierra y hasta allá fueron pues para eso se habían sacrificado sus padres.

Hoy a más de dos décadas, las cosas no son distintas en Michoacán, lo mismo han pasado gobernantes priístas que de izquierda y para botón de muestra; Genovevo Figueroa Zamudio, priísta de hueso colorado, antes lo había hecho Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano también priísta y su hijo, ya del PRD, Lázaro Cárdenas Batel y Leonel Godoy Rangel.

Nadie escapa, sí alguno pretende lavarse las manos como Poncio Pilatos, tendrán que desenterrar a sus propios muertos y convertirse en parias en su tierra.

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