María Jaramillo Alanís
-Vecina no vaya a
salir, dicen que allá en el norte hay
gente que anda tirando bala a lo loco.
Respondí más por
educación que con ganas de iniciar la
charla
-Irma no crea todo
lo que dice la gente. Buenas tardes.
Seguí viendo mis
geranios, la flor del desierto, una hermosa Lilis que sobresalía de la maceta y
eso significaba ya un éxito. A mí no
me gana una planta comprada en una puta
tienda. Me reí sola.
De cuando en cuando
la calle se llena del ruido de los coches que arreglan en el taller mecánico de Porfirio. Y todas las tardes, cuando cae la noche, se
apresura a probar. Como una maldición,
día con día.
O cómo el otro
vecino que vino de Gallos Grandes y cada viernes enciende su rockola y agarra
el micrófono y canta corridos de narcos, de amor y contra las mujeres.
Berreando con todo y su machismo.
Aunque la maestra
jubilada gana por mucho el mote de “policía” pues vela el sueño de todos y se entera tras las
cortinas de vida y obra de sus vecinos,
cuidando a un marido cojo y una hijita santa, según ella, pero muy puta, para el vecindario.
La secretaria del
coche rojo hace creer a todos que sigue casada con su Roberto, incluso si hay que hacer arreglos a
la casa, hay que llamarle al señor,
aunque por las tardes arribe el coche de su jefe. El chófer se aparca justo
frente a mi casa, aquel hombre se apea, se desajusta la corbata, Mirta ya lo
espera tras el portón, decidida, amorosa.
Aleja además de ser
una buena mujer sigue siendo mejor enfermera. Cuida desde bebé a un tlacuache qué quien sabe cómo llegó y
sobrevive a la depredación. Su casa está llena de árboles frutales, un sidral,
naranjero, guayabas, anonas, granadas, un manjar en un pequeño espacio, quizá
esa sea la razón por la que el tlacuache ha
permanecido en nuestros techos.
-Se lo encargo
vecina, lo cuido porque adoptó mi casa, aquí duerme entre las plantas y sube a
comer lo que le apetece.
-No se preocupe
Aleja, baja a mi patio y asusta a los perros pero no son capaces de hacerle
daño. ─Respondo─
A pesar de todo, la
calle es apacible, los vecinos son de esas personas que abundan hoy en día; no
saludan, no se meten con nadie, eso sí,
sacan a pasear a la Virgen de Guadalupe por la calle, y cada domingo
invariablemente comulgan, viviendo en la
apariencia de ser un “buen cristiano” pero con una carga infinita de egoísmo.
La noche envolvió a
la pequeña ciudad, la calle, luego suaves gotas de lluvia que caen sobre la
banqueta, mojándolo todo…olfateé ese peculiar olor de la tierra, me revolví en
la cama, me di la vuelta y abracé mi almohada para seguir escuchando el
silencio y a lo lejos el ulular macabro de una sirena.
Sí, en este jodido
pueblo donde nunca pasa nada, pero a las 8 de la noche se apaga, se resguarda,
por si acaso.
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